jueves, 24 de junio de 2010

Pachinkas

Gracias, Joshua, por acordarte de las pachinkas.
—No me des las gracias —replicó ella—. Ha sido la noche que mejor he dormido desde hace semanas, y no habría sido así si no hubiera cambiado de cama una vez estuve segura de que dormías profundamente. Si me hubiese quedado contigo, siguiendo lo que el corazón me dictaba, te habría estado molestando toda la noche y no habrías podido descansar tranquilo.

Baley supo que era el momento de decir alguna galantería.

—Hay otras cosas más importantes que... que descansar, Gladia.

El tono de formalidad con que dijo la frase hizo que Gladia se echara a reír otra vez.

—Pobre Elijah —murmuró—. Estás turbado.

El hecho de que Gladia se diera cuenta de ello le turbó todavía más. Baley se había preparado para encontrarse con una Gladia contrita, disgustada, avergonzada, afectada, indiferente o llorosa. Cualquier cosa menos la actitud de franco erotismo que había adoptado.

—Bueno, no te preocupes —prosiguió Gladia—. Debes de estar hambriento. Anoche apenas comiste nada. Métete unas cuantas calorías en el cuerpo y te sentirás más sensual.

Baley observó con aire dubitativo las tortitas que no eran tales.

—¡Ah! —dijo Gladia—, probablemente no hayas visto nunca eso. Son delicias de Solaria. Pachinkas, las llamamos. Tuve que reprogramar al chef para que las hiciera como es debido. En primer lugar, debe utilizarse un cereal importado de Solaria, pues con las variedades de Aurora no salen buenas. Están rellenas. En realidad, se puede utilizar mil cosas como relleno, pero lo que contienen éstas es lo que más me gusta a mí, y sé que a ti también te gustará. No voy a decirte qué es, salvo que contiene puré de castañas y un poco de miel. Pruébalas y dime qué te parecen. Puedes cogerlas con los dedos, pero ten cuidado de cómo las muerdes.

Gladia tomó una delicadamente con el índice y el pulgar de ambas manos y le dio un pequeño mordisco, despacio, lamiendo a continuación el relleno dorado y semilíquido que rezumó de su interior.

Baley imitó sus gestos. La pachinka resultaba dura al tacto y no estaba demasiado caliente. Se llevó una punta a la boca y descubrió que se resistía a la acción de sus dientes. Clavó éstos con un poco más de fuerza y la pachinka se quebró de tal modo que el relleno se le derramó en las manos.

—Has mordido con demasiada fuerza, y el bocado tiene que ser más pequeño —le aconsejó Gladia al tiempo que se apresuraba a darle una servilleta—. Ahora lámelo. Nadie consigue comer una pachinka sin ensuciarse. De hecho, se supone que uno debe revolcarse en ellas. Lo ideal, dicen, es comerlas desnudo y luego darse una ducha.

Baley lamió el relleno con aire titubeante y la expresión de su rostro fue suficientemente explícita.

—Te gusta, ¿verdad? —dijo Gladia.

—Es delicioso —asintió Baley. Cogió otra y la mordió lenta y suavemente. No resultaba empalagosa y parecía ablandarse y fundirse en la boca. Apenas había que hacer esfuerzos para tragarla.

Baley comió otras tres pachinkas y sólo su timidez le impidió pedir más. Se lamió los dedos sin que Gladia hubiera de insistir y desechó la utilización de servilletas, pues no quería que se perdiera en un objeto inanimado ni una gota de aquel delicioso manjar.

—Límpiate las manos aquí, Elijah —le indicó Gladia, señalando el recipiente que Baley había creído contenía mantequilla fundida. Baley se limpió y luego se secó las manos. Se las llevó a la nariz para ver qué aroma dejaba, pero no apreció ninguno.

—¿Estás turbado por lo que sucedió anoche, Elijah? ¿Es eso lo que sucede?

Baley se preguntó qué podía decir uno a eso. Por último, asintió.

Asimov, Issac. Los robots del amanecer. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1990. (Traducción de María Teresa Segur y Hernán Sabate)

sábado, 20 de febrero de 2010

Los cinco se ponen finos

La idea de este blog nació, cómo no, del recuerdo de las lecturas infantiles a media tarde, cuando llegabas a casa y se supone que tenías que estar haciendo los deberes pero te ponías a leer. De entre todas esas lecturas infantiles, el recuerdo de las meriendas de Los Cinco es el que más me impulsó a abrir un blog dedicado a la comida en la literatura, en su lado más amable. Con amable quiero decir que las divertidas y más que "rabelesianas" escenas de El almuerzo desnudo no cuentan. En principio.

¿Quién no ha salivado con esos bocadillos y meriendas imposibles? ¿Con esos desayunos que te convertían la saliva en mantequilla? Los cinco se pasaban más tiempo consagrados a la glotonería que a ser detectives aficionados. Probad a buscar cuántas veces se menciona en un libro de la Blyton la palabra "merienda", "huevo", "desayuno". Yo no sé lo que diría Freud de ello, pero creo que fue después de leerme mi primer libro de Los Cinco que intenté que me gustara la leche. Nunca me gustó la leche si no llevaba Cola Cao o, más tarde, café. En el colegio comprábamos unos vales para canjearlos por cartoncitos de leche individuales en la cantina, a la hora del recreo. Por mucho que lo intenté, con la idea de que la leche tenía que ser algo delicioso, aquello me seguía sabiendo como pis de vaca.

Me parece recordar que Los Cinco en la caravana fue el primer libro que me leí. Y mi personaje favorito, a todo esto, era Jorge (o Jorgina) porque siempre he tenido cierta querencia por las maritornes, las marimachos, que encima prefieren que las traten de varón. Qué sé yo.

Éste es uno de los tantos ejemplos de ponerse finos de los libros de la Blyton. Que aproveche.


Julián se encaminó en seguida a visitar al granjero y Ana marchó con él para pedir que les vendieran algunos huevos. El granjero no se encontraba allí, pero su mujer, encantada por el aspecto del alto y correcto muchacho, les concedió en el acto el permiso para pasar la noche en el prado situado junto al riachuelo.
—Estoy segura de que no pondréis aquello perdido con montones de basura y desperdicios, ni perseguiréis a los animales de la granja, ni me dejaréis abiertos los portones, como algunos mal educados han hecho. ¿Y usted qué desea, cocinerita, algunos huevos recién puestos? Sí, desde luego que te los daré, pequeña. Puedes coger también todas las ciruelas que haya maduras en ese árbol, para añadirlas a la cena.
Ya de regreso, y puesto que contaban con tocino entre sus provisiones, Ana dijo que lo freiría, junto con un huevo para cada uno. Sentíase muy orgullosa de saber guisar. Los días anteriores a la partida se había dedicado a ensayar con la cocinera y estaba ansiosa por demostrarles a los demás sus conocimientos.
Julián, asegurando que hacía demasiado calor para guisar dentro de las viviendas, encendió una hermosa hoguera al aire libre. Entre tanto, Dick desenganchó los caballos, que se dirigieron al riachuelo, metiéndose en el agua fresca hasta las corvas y retozando llenos de alegría. Trotón restregaba el morro contra Dobby. Trató de hacer lo mismo con Tim cuando el perrazo se puso a beber a su lado.
—¿Verdad que el tocino huele estupendamente? —preguntó Ana a Jorge, que se ocupaba en sacar los platos y los vasos del remolque—. Vamos a beber un poco de cerveza de jengibre, ¿no te apetece? Yo estoy reseca. ¡Eh, vosotros!, mirad cómo casco los huevos en el borde de la taza para freírlos.
¡Crac! El huevo se partió contra el filo, pero su contenido cayó fuera del tazón, en lugar de hacerlo en el interior. Ana enrojeció ante las ruidosas carcajadas con que corearon su actuación. Tim acudió en seguida a lamer el desperdicio. En aquellas ocasiones resultaba muy útil.
—Eres un cubo de basura estupendo —lo alabó Ana—. Toma también esta piel de tocino.
Después de aquel primer incidente, Ana frió sin contratiempos todos los huevos y el tocino. Los demás, incluso Jorge, se mostraron asombrados ante su habilidad y se esmeraban en limpiar sus platos con migas de pan, a fin de que fuesen fáciles de fregar.
—Jorge, ¿crees que le gustaría a Tim que le friera sus galletas, en lugar de dárselas frías? —preguntó Ana—. Las cosas fritas saben mucho más ricas. Estoy segura de que Tim las preferiría así.
—¡Qué va! Bueno se pondría el pobre —contestó Jorge.

—¿Por qué? ¿Y tú qué sabes?
—Yo sé de sobra lo que le gusta a Tim y lo que no —atajó Jorge—. Los bollos fritos no le gustarían. Pásame las ciruelas, Dick. Tienen un aspecto soberbio.
Permanecieron en torno a la hoguera durante un largo rato, hasta que Julián decidió que ya era hora de acostarse. Ninguno intentó poner objeciones, dado que todos estaban deseando probar las confortables literas.
—¿Dónde nos lavamos, en el arroyo o en la pileta de los platos? —dudó Ana—. No sé qué será más divertido...
—El agua del arroyo es más barata, ¿no crees? Bueno, daos prisa, que quiero cerraros la puerta para que podáis dormir tranquilas.


Blyton, Enid. Los cinco en la caravana. Traducción de María Jesús Requejo. Editorial Juventud. Barcelona, 2001

jueves, 21 de enero de 2010

Comidas de ciencia ficción

Que nos gustaría que existieran de verdad.

En io9 han hecho una selección de tipos de comidas ficticias que aparecen en novelas de fantasía o ciencia ficción que nos encantaría que existieran.

A mí, con sólo pensar en la cerveza de mantequilla, ya me salen granos.