sábado, 20 de febrero de 2010

Los cinco se ponen finos

La idea de este blog nació, cómo no, del recuerdo de las lecturas infantiles a media tarde, cuando llegabas a casa y se supone que tenías que estar haciendo los deberes pero te ponías a leer. De entre todas esas lecturas infantiles, el recuerdo de las meriendas de Los Cinco es el que más me impulsó a abrir un blog dedicado a la comida en la literatura, en su lado más amable. Con amable quiero decir que las divertidas y más que "rabelesianas" escenas de El almuerzo desnudo no cuentan. En principio.

¿Quién no ha salivado con esos bocadillos y meriendas imposibles? ¿Con esos desayunos que te convertían la saliva en mantequilla? Los cinco se pasaban más tiempo consagrados a la glotonería que a ser detectives aficionados. Probad a buscar cuántas veces se menciona en un libro de la Blyton la palabra "merienda", "huevo", "desayuno". Yo no sé lo que diría Freud de ello, pero creo que fue después de leerme mi primer libro de Los Cinco que intenté que me gustara la leche. Nunca me gustó la leche si no llevaba Cola Cao o, más tarde, café. En el colegio comprábamos unos vales para canjearlos por cartoncitos de leche individuales en la cantina, a la hora del recreo. Por mucho que lo intenté, con la idea de que la leche tenía que ser algo delicioso, aquello me seguía sabiendo como pis de vaca.

Me parece recordar que Los Cinco en la caravana fue el primer libro que me leí. Y mi personaje favorito, a todo esto, era Jorge (o Jorgina) porque siempre he tenido cierta querencia por las maritornes, las marimachos, que encima prefieren que las traten de varón. Qué sé yo.

Éste es uno de los tantos ejemplos de ponerse finos de los libros de la Blyton. Que aproveche.


Julián se encaminó en seguida a visitar al granjero y Ana marchó con él para pedir que les vendieran algunos huevos. El granjero no se encontraba allí, pero su mujer, encantada por el aspecto del alto y correcto muchacho, les concedió en el acto el permiso para pasar la noche en el prado situado junto al riachuelo.
—Estoy segura de que no pondréis aquello perdido con montones de basura y desperdicios, ni perseguiréis a los animales de la granja, ni me dejaréis abiertos los portones, como algunos mal educados han hecho. ¿Y usted qué desea, cocinerita, algunos huevos recién puestos? Sí, desde luego que te los daré, pequeña. Puedes coger también todas las ciruelas que haya maduras en ese árbol, para añadirlas a la cena.
Ya de regreso, y puesto que contaban con tocino entre sus provisiones, Ana dijo que lo freiría, junto con un huevo para cada uno. Sentíase muy orgullosa de saber guisar. Los días anteriores a la partida se había dedicado a ensayar con la cocinera y estaba ansiosa por demostrarles a los demás sus conocimientos.
Julián, asegurando que hacía demasiado calor para guisar dentro de las viviendas, encendió una hermosa hoguera al aire libre. Entre tanto, Dick desenganchó los caballos, que se dirigieron al riachuelo, metiéndose en el agua fresca hasta las corvas y retozando llenos de alegría. Trotón restregaba el morro contra Dobby. Trató de hacer lo mismo con Tim cuando el perrazo se puso a beber a su lado.
—¿Verdad que el tocino huele estupendamente? —preguntó Ana a Jorge, que se ocupaba en sacar los platos y los vasos del remolque—. Vamos a beber un poco de cerveza de jengibre, ¿no te apetece? Yo estoy reseca. ¡Eh, vosotros!, mirad cómo casco los huevos en el borde de la taza para freírlos.
¡Crac! El huevo se partió contra el filo, pero su contenido cayó fuera del tazón, en lugar de hacerlo en el interior. Ana enrojeció ante las ruidosas carcajadas con que corearon su actuación. Tim acudió en seguida a lamer el desperdicio. En aquellas ocasiones resultaba muy útil.
—Eres un cubo de basura estupendo —lo alabó Ana—. Toma también esta piel de tocino.
Después de aquel primer incidente, Ana frió sin contratiempos todos los huevos y el tocino. Los demás, incluso Jorge, se mostraron asombrados ante su habilidad y se esmeraban en limpiar sus platos con migas de pan, a fin de que fuesen fáciles de fregar.
—Jorge, ¿crees que le gustaría a Tim que le friera sus galletas, en lugar de dárselas frías? —preguntó Ana—. Las cosas fritas saben mucho más ricas. Estoy segura de que Tim las preferiría así.
—¡Qué va! Bueno se pondría el pobre —contestó Jorge.

—¿Por qué? ¿Y tú qué sabes?
—Yo sé de sobra lo que le gusta a Tim y lo que no —atajó Jorge—. Los bollos fritos no le gustarían. Pásame las ciruelas, Dick. Tienen un aspecto soberbio.
Permanecieron en torno a la hoguera durante un largo rato, hasta que Julián decidió que ya era hora de acostarse. Ninguno intentó poner objeciones, dado que todos estaban deseando probar las confortables literas.
—¿Dónde nos lavamos, en el arroyo o en la pileta de los platos? —dudó Ana—. No sé qué será más divertido...
—El agua del arroyo es más barata, ¿no crees? Bueno, daos prisa, que quiero cerraros la puerta para que podáis dormir tranquilas.


Blyton, Enid. Los cinco en la caravana. Traducción de María Jesús Requejo. Editorial Juventud. Barcelona, 2001