lunes, 24 de septiembre de 2012

El guateque, versión espacial

O de cómo una comida pantagruélica termina en la versión cienciaficcionesca de la película El guateque.

¿Más vino de ciruelas, queridos?

'Ingenious little thing', the Baroness continued, looking around. 'I think we're ready. There!' Her pudgy forefinger struck at one of the buttons, and lights about the room began to lower. 'I control the whole meal just by pressing the right one at the right time. Watch!' She struck at another one.
Along the center of the table now, under the gentled light, panels opened and great platters of fruit, candied apples and sugar grapes, halved melons filled with honeyed nuts, rose up before the guests.
'And wine!' said the Baroness, reaching down again.
Along the hundreds of feet of table, basins rose. Sparkling froth foamed the brim as the fountain mechanism began. Spurting liquid streamed.
 'Fill your glass, dear. Drink up', prompted the Baroness, raising her own beneath a jet; the crystal splashed with purple.
On her right the Baron said: 'The Arsenal seems to be all right. I'm alerting all the special projects. You're sure this sabotage attack is going on right now?'
'Either right now', she told him, 'or within the next two or three minutes. It might be an explosion, or some major piece of equipment may fail.'
'That doesn't leave me much to go on. Though communications has picked up your Babel-17. I've been alerted to how these attempts run.'
'Try one of these, Captain Wong.' 'The Baroness handed her a quartered mango which Rydra discovered, when she tasted it, had been marinated in Kirsch.
Nearly all the guests were seated now. She watched a platoon kid, named Mike, searching for his name-card halfway across the hall. And down the table length she saw the stranger who had stopped her on the spiral stair hurrying toward them behind the seated guests.
'The wine is not grape, but plum,' the Baroness said. 'A little to heavy to start with, but so good with fruit. I'm particularly proud of the strawberries. The legumes are a hydroponicist's nightmare, you know, but this year we were able to ge such lovely ones.'
Mike found his seat and reached both hands into the fruit bowl- The stranger rounded the last loop pf table. Calli was holding a goblet of wine in each hand, looking from one to the other, trying to determine the larger.
'I could be a tease', the Baroness said, 'and bring out the sherbets first. Or do you think I ought best on the caldo verde? The way I prepare it, it's very light. I can never decide--'
[...]With the console smashed, along the table the fruit platters were pushed aside by emerging peacocks, cooked, dressed, and reassembled with sugared heads, tail feathers swaying. None of the clearing mechanisms were operating. Tureens of caldo verde crowded the wine basins till both overturned, flooding the table. Fruit rolled over the edge.
[...]Spitted lambs rose to upset the peacocks. Feathers swept the floor. Wine fountains spurted the glistening amber skins which hissed and steamed. Food fell back into the opening and struck red heating coils. Rydra smelled burning.
[...]She darted away, came up against a length of tale, and vaulted the steaming pit. The intricate, oriental dessert -sizzling bananas dipped first in honey then rolled to the plate over a ramp of crushed ice- was emerging as she sprang. The sparkling confections shot across the ramp and dropped to the floor, honey crystallized to glittering thorns. They rolled among the guests, cracked underfoot. People slipped and flailed and fell.
'Snazzy way to slide on a banana, huh, Captain?' commented Calli. 'What's going on?'
'Get Mollya and Ron back to the ship!'
Urns rose now, struck the rotisserie arrangement, overturned, and grounds and boiling coffee splattered. A woman shrieked, clutching her scalded arm. 
Samuel Delany, Babel-17, pp.88-90

viernes, 3 de junio de 2011

¡Beberremos malvasía!

Este blog lleva demasiado tiempo sin actualizarse y la despensa olía ya a rancio. Por fin me he pasado a limpiar y, con la ayuda de Melina, he guardado algunas delicias en botes de cristal. Aquí os traigo la primera.

Gracias, Melina, por acordarte de Durrell.

—Sí, bueno, si nos disculpan ustedes… —dijo Mamá nerviosa—, Margo y yo deberíamos irnos.
—Pero los demás, ¿los demás vendrán a mi casa y tomarán unos vinos? —suplicó Stavrodakis.
—No faltaba más —dijo Larry, como si le estuviera haciendo un favor.
—¡Malvasía! —dijo Max, poniendo los ojos en blanco—. ¡Beberremos malvasía!

Y así, mientras Margo y Mamá volvían a la playa para ayudar a Spiro en la preparación de la comida, Stavrodakis nos reintegró al porche prestamente y sin dejar de hacer aspavientos, y nos atiborró de vino, por lo que la hora de regresar a la playa nos sorprendió bastante achispados, acalorados y contentos.

—«Soñé —empezó a cantar Max según marchábamos entre los olivos, llevando con nosotros al feliz Stavrodakis para que compartiera nuestro almuerzo—, soñé que vivía en marmóreos salones, con caballos y ciervos junto a mí.»
—Lo hace sólo por fastidiarme —dijo Donald a Teodoro en tono confidencial—. Sabe perfectamente que es «con vasallos y siervos».

Bajo los árboles, a la orilla del mar, se habían encendido tres hogueras de carbón de encina que resplandecían, palpitaban y humeaban suavemente, y sobre ellas crepitaban y crujían diversos guisos. Margo había extendido un gran mantel a la sombra y estaba poniendo en él cubiertos y vasos, cantando desafinadamente por lo bajo, en tanto que Mamá y Spiro, inclinados como brujas sobre los fuegos, remojaban con aceite y ajo exprimido un crujiente cabrito y ungían de zumo de limón el corpachón de un pescado cuya piel burbujeaba y se doraba al calor de la manera más apetitosa.

Almorzamos con gran calma, desperdigados en torno al alegre mantel, relucientes de vino los vasos. Los bocados de cabrito, entreverados de hierbas, eran sabrosos y suculentos, y los trozos de pescado se deshacían en la boca como copos de nieve. La conversación divagaba, se reanimaba y volvía a replegarse lánguidamente, lo mismo que el humo de las fogatas.


Bichos y demás parientes. Traducción de María Luisa Balseiro.

jueves, 24 de junio de 2010

Pachinkas

Gracias, Joshua, por acordarte de las pachinkas.
—No me des las gracias —replicó ella—. Ha sido la noche que mejor he dormido desde hace semanas, y no habría sido así si no hubiera cambiado de cama una vez estuve segura de que dormías profundamente. Si me hubiese quedado contigo, siguiendo lo que el corazón me dictaba, te habría estado molestando toda la noche y no habrías podido descansar tranquilo.

Baley supo que era el momento de decir alguna galantería.

—Hay otras cosas más importantes que... que descansar, Gladia.

El tono de formalidad con que dijo la frase hizo que Gladia se echara a reír otra vez.

—Pobre Elijah —murmuró—. Estás turbado.

El hecho de que Gladia se diera cuenta de ello le turbó todavía más. Baley se había preparado para encontrarse con una Gladia contrita, disgustada, avergonzada, afectada, indiferente o llorosa. Cualquier cosa menos la actitud de franco erotismo que había adoptado.

—Bueno, no te preocupes —prosiguió Gladia—. Debes de estar hambriento. Anoche apenas comiste nada. Métete unas cuantas calorías en el cuerpo y te sentirás más sensual.

Baley observó con aire dubitativo las tortitas que no eran tales.

—¡Ah! —dijo Gladia—, probablemente no hayas visto nunca eso. Son delicias de Solaria. Pachinkas, las llamamos. Tuve que reprogramar al chef para que las hiciera como es debido. En primer lugar, debe utilizarse un cereal importado de Solaria, pues con las variedades de Aurora no salen buenas. Están rellenas. En realidad, se puede utilizar mil cosas como relleno, pero lo que contienen éstas es lo que más me gusta a mí, y sé que a ti también te gustará. No voy a decirte qué es, salvo que contiene puré de castañas y un poco de miel. Pruébalas y dime qué te parecen. Puedes cogerlas con los dedos, pero ten cuidado de cómo las muerdes.

Gladia tomó una delicadamente con el índice y el pulgar de ambas manos y le dio un pequeño mordisco, despacio, lamiendo a continuación el relleno dorado y semilíquido que rezumó de su interior.

Baley imitó sus gestos. La pachinka resultaba dura al tacto y no estaba demasiado caliente. Se llevó una punta a la boca y descubrió que se resistía a la acción de sus dientes. Clavó éstos con un poco más de fuerza y la pachinka se quebró de tal modo que el relleno se le derramó en las manos.

—Has mordido con demasiada fuerza, y el bocado tiene que ser más pequeño —le aconsejó Gladia al tiempo que se apresuraba a darle una servilleta—. Ahora lámelo. Nadie consigue comer una pachinka sin ensuciarse. De hecho, se supone que uno debe revolcarse en ellas. Lo ideal, dicen, es comerlas desnudo y luego darse una ducha.

Baley lamió el relleno con aire titubeante y la expresión de su rostro fue suficientemente explícita.

—Te gusta, ¿verdad? —dijo Gladia.

—Es delicioso —asintió Baley. Cogió otra y la mordió lenta y suavemente. No resultaba empalagosa y parecía ablandarse y fundirse en la boca. Apenas había que hacer esfuerzos para tragarla.

Baley comió otras tres pachinkas y sólo su timidez le impidió pedir más. Se lamió los dedos sin que Gladia hubiera de insistir y desechó la utilización de servilletas, pues no quería que se perdiera en un objeto inanimado ni una gota de aquel delicioso manjar.

—Límpiate las manos aquí, Elijah —le indicó Gladia, señalando el recipiente que Baley había creído contenía mantequilla fundida. Baley se limpió y luego se secó las manos. Se las llevó a la nariz para ver qué aroma dejaba, pero no apreció ninguno.

—¿Estás turbado por lo que sucedió anoche, Elijah? ¿Es eso lo que sucede?

Baley se preguntó qué podía decir uno a eso. Por último, asintió.

Asimov, Issac. Los robots del amanecer. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1990. (Traducción de María Teresa Segur y Hernán Sabate)

sábado, 20 de febrero de 2010

Los cinco se ponen finos

La idea de este blog nació, cómo no, del recuerdo de las lecturas infantiles a media tarde, cuando llegabas a casa y se supone que tenías que estar haciendo los deberes pero te ponías a leer. De entre todas esas lecturas infantiles, el recuerdo de las meriendas de Los Cinco es el que más me impulsó a abrir un blog dedicado a la comida en la literatura, en su lado más amable. Con amable quiero decir que las divertidas y más que "rabelesianas" escenas de El almuerzo desnudo no cuentan. En principio.

¿Quién no ha salivado con esos bocadillos y meriendas imposibles? ¿Con esos desayunos que te convertían la saliva en mantequilla? Los cinco se pasaban más tiempo consagrados a la glotonería que a ser detectives aficionados. Probad a buscar cuántas veces se menciona en un libro de la Blyton la palabra "merienda", "huevo", "desayuno". Yo no sé lo que diría Freud de ello, pero creo que fue después de leerme mi primer libro de Los Cinco que intenté que me gustara la leche. Nunca me gustó la leche si no llevaba Cola Cao o, más tarde, café. En el colegio comprábamos unos vales para canjearlos por cartoncitos de leche individuales en la cantina, a la hora del recreo. Por mucho que lo intenté, con la idea de que la leche tenía que ser algo delicioso, aquello me seguía sabiendo como pis de vaca.

Me parece recordar que Los Cinco en la caravana fue el primer libro que me leí. Y mi personaje favorito, a todo esto, era Jorge (o Jorgina) porque siempre he tenido cierta querencia por las maritornes, las marimachos, que encima prefieren que las traten de varón. Qué sé yo.

Éste es uno de los tantos ejemplos de ponerse finos de los libros de la Blyton. Que aproveche.


Julián se encaminó en seguida a visitar al granjero y Ana marchó con él para pedir que les vendieran algunos huevos. El granjero no se encontraba allí, pero su mujer, encantada por el aspecto del alto y correcto muchacho, les concedió en el acto el permiso para pasar la noche en el prado situado junto al riachuelo.
—Estoy segura de que no pondréis aquello perdido con montones de basura y desperdicios, ni perseguiréis a los animales de la granja, ni me dejaréis abiertos los portones, como algunos mal educados han hecho. ¿Y usted qué desea, cocinerita, algunos huevos recién puestos? Sí, desde luego que te los daré, pequeña. Puedes coger también todas las ciruelas que haya maduras en ese árbol, para añadirlas a la cena.
Ya de regreso, y puesto que contaban con tocino entre sus provisiones, Ana dijo que lo freiría, junto con un huevo para cada uno. Sentíase muy orgullosa de saber guisar. Los días anteriores a la partida se había dedicado a ensayar con la cocinera y estaba ansiosa por demostrarles a los demás sus conocimientos.
Julián, asegurando que hacía demasiado calor para guisar dentro de las viviendas, encendió una hermosa hoguera al aire libre. Entre tanto, Dick desenganchó los caballos, que se dirigieron al riachuelo, metiéndose en el agua fresca hasta las corvas y retozando llenos de alegría. Trotón restregaba el morro contra Dobby. Trató de hacer lo mismo con Tim cuando el perrazo se puso a beber a su lado.
—¿Verdad que el tocino huele estupendamente? —preguntó Ana a Jorge, que se ocupaba en sacar los platos y los vasos del remolque—. Vamos a beber un poco de cerveza de jengibre, ¿no te apetece? Yo estoy reseca. ¡Eh, vosotros!, mirad cómo casco los huevos en el borde de la taza para freírlos.
¡Crac! El huevo se partió contra el filo, pero su contenido cayó fuera del tazón, en lugar de hacerlo en el interior. Ana enrojeció ante las ruidosas carcajadas con que corearon su actuación. Tim acudió en seguida a lamer el desperdicio. En aquellas ocasiones resultaba muy útil.
—Eres un cubo de basura estupendo —lo alabó Ana—. Toma también esta piel de tocino.
Después de aquel primer incidente, Ana frió sin contratiempos todos los huevos y el tocino. Los demás, incluso Jorge, se mostraron asombrados ante su habilidad y se esmeraban en limpiar sus platos con migas de pan, a fin de que fuesen fáciles de fregar.
—Jorge, ¿crees que le gustaría a Tim que le friera sus galletas, en lugar de dárselas frías? —preguntó Ana—. Las cosas fritas saben mucho más ricas. Estoy segura de que Tim las preferiría así.
—¡Qué va! Bueno se pondría el pobre —contestó Jorge.

—¿Por qué? ¿Y tú qué sabes?
—Yo sé de sobra lo que le gusta a Tim y lo que no —atajó Jorge—. Los bollos fritos no le gustarían. Pásame las ciruelas, Dick. Tienen un aspecto soberbio.
Permanecieron en torno a la hoguera durante un largo rato, hasta que Julián decidió que ya era hora de acostarse. Ninguno intentó poner objeciones, dado que todos estaban deseando probar las confortables literas.
—¿Dónde nos lavamos, en el arroyo o en la pileta de los platos? —dudó Ana—. No sé qué será más divertido...
—El agua del arroyo es más barata, ¿no crees? Bueno, daos prisa, que quiero cerraros la puerta para que podáis dormir tranquilas.


Blyton, Enid. Los cinco en la caravana. Traducción de María Jesús Requejo. Editorial Juventud. Barcelona, 2001

jueves, 21 de enero de 2010

Comidas de ciencia ficción

Que nos gustaría que existieran de verdad.

En io9 han hecho una selección de tipos de comidas ficticias que aparecen en novelas de fantasía o ciencia ficción que nos encantaría que existieran.

A mí, con sólo pensar en la cerveza de mantequilla, ya me salen granos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

La quinta cabeza de Cerbero

Pareciera, cuando uno lo piensa, que la ciencia ficción y la comida son entes incompatibles; que la ciencia ficción se hace con la cabeza y no con las tripas; que no hay nada orgánico en ella, sólo píldoras empaquetadas tan frías como el mármol, superficies lisas y muertas. Pero estaríamos equivocados.

Podemos pensar, también, que la comida es sólo aquello cocinado y servido en platos, ingerida con la ayuda de tenedores y cucharas y procesada por todas los mecanismos de la cultura. Pero también existe una atracción atávica por lo crudo que se devora con las manos, que mancha, ensucia y se pega al cuerpo. A mí me encanta comer con las manos y mancharme, una afición a la que sólo puedo dar rienda suelta en la privacidad de mi hogar so pena de anegar mi vida social; pero me encanta meter el dedo en el bote de Nutella, sentir el aceite escurriéndose por las yemas de mis dedos cuando cojo trozos de brochetas de seitán. Es una regresión hacia un estadio primitivo. Como en este relato de Gene Wolfe, perteneciente al libro La quinta cabeza de Cerbero, "Una historia, por John V. Marsch".


El camino se dirigía al norte por el este, casi en la orilla de la cabecera del río. Siete Muchachas Esperando se tambaleaba cuando llegaron: un pequeño y oscuro agujero donde Caminante en la Arena había golpeado el suelo con su talón.

-- Aquí es --dijo--. Me paré a descansar aquí, y con mis orejas cerca pude oirlas hablar.

Hendió la tierra aparentemente sólida con fuertes dedos, apartando los terrones a un lado; luego un terrón, oscuro como los otros a la luz azul del mundo gemelo, apareció goteando. Se oyó un suave murmullo. Caminante en la Arena partió en dos el grumoso terrón, introduciendo la mitad en su propia boca, la mitad en la boca de la muchacha. Ella supo, de pronto, que estaba desfallecida de hambre y masticó y tragó frenéticamente, escupiendo la cera.

--Ayúdame --dijo Caminante en la Arena--. No te picarán. Hace demasiado frío. Puedes limitarte a sacudirlas.

Caminante en la Arena estaba cavando de nuevo y ella le ayudó, dejando a Mariposas Sonrosadas en un lugar seguro y untando su boquita con miel para lamer, lo mismo que sus manos para que pudiera chuparse los dedos. Comieron no solamente la miel sino también las rollizas y blancas larvas, cavando y comiendo hasta que sus brazos y rostros, sus cuerpos enteros, quedaron pegajosos y manchados de tierra; Caminante en la Arena introduciendo sus mejores hallazgos en la boca de la muchacha, y ella sus mejores descubrimientos en la de Caminante en la Arena, sacudiendo a las atontadas abejas y cavando y comiendo otra vez hasta que cayeron felices y ahitos un en brazos del otro. Ella se apretó contra Caminante en la Arena, sintiendo su propio estómago duro y redondo como una sandía debajo de sus costillas y apretado contra la piel de su compañero. Sus labios estaban sobre el rostro de él, sucio y dulce.

WOLFE, Gene. La quinta cabeza de Cerbero. Traducción de José María Aroca. Barcelona: Ediciones Acerbo, 1972, .

jueves, 26 de noviembre de 2009

Por el camino de Swann

No puede existir un blog dedicado a la comida en la literatura sin la magdalena de Proust.

El escritor que apetece leer en los días lluviosos y grises, cuando va muriendo el otoño y floreciendo el invierno. El creador de las más bellas metáforas que un autor haya imaginado. Entre esas metáforas nunca pondría este famoso pasaje que, estando inspirado, no creo que condense todo lo que Proust puede llegar a decir, o a callar. Y siempre he creído que es mucho más difícil describir la comida en sí misma que los efectos que produce en el alma o en el cuerpo. Pero no puede faltar. Y menos un día como hoy en el que llueve y me duelen los pies del frío. Un día como hoy en el que, más movida por la alegría que por la morriña, lo primero que he hecho al llegar a casa ha sido hacer un bizcocho que deje migas en el té para que me acompañe esta noche mientras leo. Porque un hogar no es un hogar hasta que huele a bizcocho.




"Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en el que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse. Parece que poco a poco la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grace incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que la sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión."

Por el camino de Swann. Traductor: Pedro Salinas.