—No me des las gracias —replicó ella—. Ha sido la noche que mejor he dormido desde hace semanas, y no habría sido así si no hubiera cambiado de cama una vez estuve segura de que dormías profundamente. Si me hubiese quedado contigo, siguiendo lo que el corazón me dictaba, te habría estado molestando toda la noche y no habrías podido descansar tranquilo.
Baley supo que era el momento de decir alguna galantería.
—Hay otras cosas más importantes que... que descansar, Gladia.
El tono de formalidad con que dijo la frase hizo que Gladia se echara a reír otra vez.
—Pobre Elijah —murmuró—. Estás turbado.
El hecho de que Gladia se diera cuenta de ello le turbó todavía más. Baley se había preparado para encontrarse con una Gladia contrita, disgustada, avergonzada, afectada, indiferente o llorosa. Cualquier cosa menos la actitud de franco erotismo que había adoptado.
—Bueno, no te preocupes —prosiguió Gladia—. Debes de estar hambriento. Anoche apenas comiste nada. Métete unas cuantas calorías en el cuerpo y te sentirás más sensual.
Baley observó con aire dubitativo las tortitas que no eran tales.
—¡Ah! —dijo Gladia—, probablemente no hayas visto nunca eso. Son delicias de Solaria. Pachinkas, las llamamos. Tuve que reprogramar al chef para que las hiciera como es debido. En primer lugar, debe utilizarse un cereal importado de Solaria, pues con las variedades de Aurora no salen buenas. Están rellenas. En realidad, se puede utilizar mil cosas como relleno, pero lo que contienen éstas es lo que más me gusta a mí, y sé que a ti también te gustará. No voy a decirte qué es, salvo que contiene puré de castañas y un poco de miel. Pruébalas y dime qué te parecen. Puedes cogerlas con los dedos, pero ten cuidado de cómo las muerdes.
Gladia tomó una delicadamente con el índice y el pulgar de ambas manos y le dio un pequeño mordisco, despacio, lamiendo a continuación el relleno dorado y semilíquido que rezumó de su interior.
Baley imitó sus gestos. La pachinka resultaba dura al tacto y no estaba demasiado caliente. Se llevó una punta a la boca y descubrió que se resistía a la acción de sus dientes. Clavó éstos con un poco más de fuerza y la pachinka se quebró de tal modo que el relleno se le derramó en las manos.
—Has mordido con demasiada fuerza, y el bocado tiene que ser más pequeño —le aconsejó Gladia al tiempo que se apresuraba a darle una servilleta—. Ahora lámelo. Nadie consigue comer una pachinka sin ensuciarse. De hecho, se supone que uno debe revolcarse en ellas. Lo ideal, dicen, es comerlas desnudo y luego darse una ducha.
Baley lamió el relleno con aire titubeante y la expresión de su rostro fue suficientemente explícita.
—Te gusta, ¿verdad? —dijo Gladia.
—Es delicioso —asintió Baley. Cogió otra y la mordió lenta y suavemente. No resultaba empalagosa y parecía ablandarse y fundirse en la boca. Apenas había que hacer esfuerzos para tragarla.
Baley comió otras tres pachinkas y sólo su timidez le impidió pedir más. Se lamió los dedos sin que Gladia hubiera de insistir y desechó la utilización de servilletas, pues no quería que se perdiera en un objeto inanimado ni una gota de aquel delicioso manjar.
—Límpiate las manos aquí, Elijah —le indicó Gladia, señalando el recipiente que Baley había creído contenía mantequilla fundida. Baley se limpió y luego se secó las manos. Se las llevó a la nariz para ver qué aroma dejaba, pero no apreció ninguno.
—¿Estás turbado por lo que sucedió anoche, Elijah? ¿Es eso lo que sucede?
Baley se preguntó qué podía decir uno a eso. Por último, asintió.
Asimov, Issac. Los robots del amanecer. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1990. (Traducción de María Teresa Segur y Hernán Sabate)