viernes, 3 de junio de 2011

¡Beberremos malvasía!

Este blog lleva demasiado tiempo sin actualizarse y la despensa olía ya a rancio. Por fin me he pasado a limpiar y, con la ayuda de Melina, he guardado algunas delicias en botes de cristal. Aquí os traigo la primera.

Gracias, Melina, por acordarte de Durrell.

—Sí, bueno, si nos disculpan ustedes… —dijo Mamá nerviosa—, Margo y yo deberíamos irnos.
—Pero los demás, ¿los demás vendrán a mi casa y tomarán unos vinos? —suplicó Stavrodakis.
—No faltaba más —dijo Larry, como si le estuviera haciendo un favor.
—¡Malvasía! —dijo Max, poniendo los ojos en blanco—. ¡Beberremos malvasía!

Y así, mientras Margo y Mamá volvían a la playa para ayudar a Spiro en la preparación de la comida, Stavrodakis nos reintegró al porche prestamente y sin dejar de hacer aspavientos, y nos atiborró de vino, por lo que la hora de regresar a la playa nos sorprendió bastante achispados, acalorados y contentos.

—«Soñé —empezó a cantar Max según marchábamos entre los olivos, llevando con nosotros al feliz Stavrodakis para que compartiera nuestro almuerzo—, soñé que vivía en marmóreos salones, con caballos y ciervos junto a mí.»
—Lo hace sólo por fastidiarme —dijo Donald a Teodoro en tono confidencial—. Sabe perfectamente que es «con vasallos y siervos».

Bajo los árboles, a la orilla del mar, se habían encendido tres hogueras de carbón de encina que resplandecían, palpitaban y humeaban suavemente, y sobre ellas crepitaban y crujían diversos guisos. Margo había extendido un gran mantel a la sombra y estaba poniendo en él cubiertos y vasos, cantando desafinadamente por lo bajo, en tanto que Mamá y Spiro, inclinados como brujas sobre los fuegos, remojaban con aceite y ajo exprimido un crujiente cabrito y ungían de zumo de limón el corpachón de un pescado cuya piel burbujeaba y se doraba al calor de la manera más apetitosa.

Almorzamos con gran calma, desperdigados en torno al alegre mantel, relucientes de vino los vasos. Los bocados de cabrito, entreverados de hierbas, eran sabrosos y suculentos, y los trozos de pescado se deshacían en la boca como copos de nieve. La conversación divagaba, se reanimaba y volvía a replegarse lánguidamente, lo mismo que el humo de las fogatas.


Bichos y demás parientes. Traducción de María Luisa Balseiro.